Atopías, utopías y entropías




Notas para un bolero de la escena de hoy


Por Gustavo Emilio Rosales


Siempre fui llevado por la mala
Es por eso que te quiero… ¡tanto!

El concepto utopía, relacionado originalmente con un sitio de pureza ideal, hace ondear en el arte, desde hace por lo menos catorce décadas, banderas de conflicto. Nos encontramos ante signos que dicen crisis, paradoja, revelación, enfermedad, confusión y silencio.
Se trata del terreno del drama. De las Cartas del vidente, de Rimbaud (“Yo es otro…”: un proceso de videncia que pasa por “un largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos”), a Spiegel, antología en la que Wim Vandekeybus agrupa un impensable cúmulo de oposiciones en tensión coreoteatral, corren tiempos de pelea y extravío.
El cuerpo es el mapa de esta zona de guerra. Y en el campo de batalla, desde un vuelo de pájaro, se vislumbra al deforme Ubú Rey clamando “¡Mierda!”, seguido por una jauría de entidades obsesionadas por la peste, el caos, la santidad, la lujuria o la abulia como claves para fincar proyecto artístico. He ahí el rictus de la etapa final de Antonin Artaud, tatuado en su faz por las mordidas de los electrochoques; por allá vemos a Tatsumi Hijikata, convulsionándose entre su larguísima melena de león negro mientras esgrime un enorme falo de oro; acá se encuentra Riszard Cieslak, autoinmolándose en el fuego psíquico de un virtuosismo sobrecogedor; más cerca aún sigue girando Dominique Mercy, envuelto en llanto por poder ser virtuoso queriendo ser, en realidad, expresivo; y casi frente a nuestras narices Josef Nadj y Miquel Barceló impactan toneladas de barro, ayudándose con puñetazos o por medio de herramientas industriales, para construir flamantes Venus paleolíticas, inéditos trazos de Lascaux y Altamira en Paso doble.
He aquí el Hombre. Expuesto, torcido, confuso, cortado por su propia mano o deformado por procedimientos quirúrgicos, exacerbado, delatado, perseguido, sobreestimulado, embalsamado con sus propios excrementos, disfrazado, multiplicado por máquinas en busca de borrarlo, transexuado, hipersexuado o asexuado; inerte. Helo aquí. El cuerpo del artista no representa más. Se presenta: está, aun en ausencia; no para ti ni para mí sino a pesar, incluso, de nosotros. Ecce Homo, tal es la innovación. En las artes escénicas de la contemporaneidad, todo lo antiguo y distante está aún por nacer.


Nosotros, que nos quisimos tanto,
Debemos separarnos, no me preguntes más…

El concepto público agita aún más la situación, ahí donde la incómoda utopía artística apunta a realizarse en la intimidad del sujeto creador o bien en el vacío de la insignificancia. Estilos radicales llama Susan Sontag a los conjuntos de prácticas artísticas –la mayor parte de ellas, de talante escénico– que desgajan cualquier vocación de diálogo y prefieren el silencio, la mueca, el gesto absurdo, la inutilidad. Si la función del arte es resguardar los capitales simbólicos de la colectividad, por qué no habría de contener también el abanico de sinrazones que definen la polis dentro de lo que Heidegger llamó “los tiempos de penuria”.
El público, el espectador, el testigo, son imprescindibles para ciertos proyectos artísticos. “El peor pecado de un creador teatral es aburrir, cuando aburro a quien me observa fracaso absolutamente como actor, como director”, señaló Peter Brook. Sin embargo, dentro de otras esferas de imaginación, quien atisba una consecuencia o resultado de un proceso creador es un mal necesario, acaso un mero intruso. Radhouane El Meddeb, por ejemplo, ocupa uno de los principales foros parisinos para mover su desaliñado organismo: gordo, repleto de manierismos, sin una dramaturgia que estructure su presencia como solista en el espectáculo Quelqu'un va danser…, parece soportar que la sala llena del Espace 1789, en Saint-Ouen, lo mire desarrollar una plétora de evoluciones onanistas.
“El cuerpo actualmente es un problema, una serie de dudas. Parece que hemos avanzado en su conocimiento, pero en realidad, apenas traspasamos la ilusión consumista de bienestar corporal, nos encontramos con un fajo de inquietudes y angustia. Radhouane, en un espacio de Saint-Ouen, que es uno de los barrios parisinos más cruzados por la inmigración y la marginalidad, presenta una contundente interrogante”, dice Anita Mathieu, coproductora de esta y muchas otras insólitas propuestas en su papel como directora del festival Rencontres Chorégraphiques Internationales de Seine-Saint-Denis, una de las plataformas europeas más alejadas del mainstream de la escena.
En el fondo de esta paradoja, donde la utopía se bifurca en contradicciones –el anhelo es alcanzar los abismos; es, por otra parte, sublimarse individualmente, pese a las determinaciones sociales; o también puede ser resucitar la fiesta como símbolo ceremonial de la depuración en contextos fraccionados–, se encuentra la cuestión marcada por el poeta ruso Joseph Brodsky: quiera ser plural o particular, la expresión artística revela una experiencia íntima e intransferible, tanto para quien la ve, como para quien la practica. El problema estriba en determinar si se conducen los discursos del común hacia el nivel elitista de los lenguajes artísticos, o son estos, por el contrario, los que tienen que descender al territorio de la cotidianidad. La historia del arte, desde el siglo XX, desde el concepto de vanguardia, hasta las actuales formas de comunicación postapocalíptica (no vivimos esperando el Fin de los tiempos; este ya pasó, y nos encontramos gastando el tiempo extra), se encuentra conformada por los cruces y colisiones de estilos radicales y estilos amigables.


Te he buscado donde quiera que yo voy
Y no te puedo hallar …

No existe la pureza en este panorama, y los árboles genealógicos que trazan las recientes tradiciones artísticas tienden a ser siniestros. Lo amigable se fusiona con lo radical, y el resultado es esperpento. Ariane Mnouchkine, hija de las fuerzas motoras que impulsaron las utopías de los sesenta, funda y dirige el Théâtre du Soleil como un microcosmos: actores de diversos puntos del mundo viven y trabajan en la Cartoucherie del Bosque de Vincennes de forma permanente, para crear espectáculos de varias horas de duración, que, por su complejidad escenotécnica, rara vez saldrán de gira. El sueño de la comuna obrera de las artes, en este lance, da paso a las proyecciones megalómanas de la directora, obsesionada por definir todo detalle, desde las interminables secuencias de parlamentos hasta el menú que se ofrecerá a quienes se atrevan a presenciar obras de larga duración. Ella misma, invariablemente, induce a los espectadores al respecto de los temas de la función correspondiente, los exhorta a reanimar su visión y los invita, por fin, a reflexionar acerca de lo experimentado. Se trata de un convivio, sí, pero regido hasta el hartazgo por las determinaciones de la anfitriona.
Las contradicciones son innumerables. Una de las principales compañías japonesas de artes escénicas se llama Papa Tarahumara, y su modelo a seguir son las composiciones de la compañía de Pina Bausch. El italiano Romeo Castelluccci abraza tonos cosmopolitas y de avanzada por medio de la revisión de textos clásicos, como El Génesis y La Divina Comedia. Una reconocida coreógrafa de Buenos Aires es Diana Theocharidis, de origen griego y de factura que acusa un persistente talante neoyorkino. Susana Reyes, una mujer pálida y sin rasgos indígenas, dedica sus esfuerzos, desde Ecuador, a erigir lo que ella denomina como “butoh de los Andes”, un estilo espectral a 40 grados a la sombra. La teutona Susanne Linke logra la mejor obra de su historia coreográfica, Le coq est mort, con bailarines africanos. El checo Jiří Kylián transforma por completo el ámbito estilístico del ballet con un montaje –Stamping Ground– basado en una antigua danza de aborígenes africanos. El más impactante remontaje de la historia escenográfica de Francia –Ulysse, de Jean-Claude Gallotta–, lo ha logrado el conjunto Groupe Grenade, de Josette Baïz, integrado por niños de 8 a 11 años de edad. El tema de los feminicidios de Ciudad Juárez es tratado con profusión por un español, Àlex Rigola, a partir de la novela de un chileno (2666, de Roberto Bolaño), en una puesta de cinco horas de duración estrenada en Barcelona y que no ha sido (y quizá nunca será) vista en México.
Cruces, hibridación, contaminación, revoltijos, cocteles, mezcolanzas signan la escena actual en sus múltiples disfraces: danza, teatro, danza-teatro, teatro físico, parateatro, teatro del cuerpo, coreodrama, artes del movimiento, artes vivas, nuevo circo, nuevo clown, bioteatro, butoh, tecnodrama, danza aérea, performing, Tercer teatro, danzaterapia, psicoteatro, teatro ritual, danza bizarra, teatro personal y danza gay. Es una colectividad plural, pero indefinible; muchas de sus categorías acusan corta duración e impermeabilidad, nueva paradoja, al contacto con sus pares. Suelen ser atópicas; esto es, muy variadas pero difíciles de ubicar y especificar. Las utopías que se pueden sembrar en zona atópica, se sabe, terminan por ser banquetes de mendigos.


Que triste es despertar
Y verse siempre solo…

Un aparato de gestión cultural que insiste en etiquetar la creación como un producto y en evaluar el beneficio subjetivo que esta pueda suscitar según un efecto mensurable cuantitativamente (vales la cantidad de espectadores que puedas convocar, el número de funciones que puedas dar); pocos y muy pobres apoyos económicos, mínimo impulso a enriquecer los oxidados planes de estudio mediante acervos actualizados y la intervención de fundamentos teóricos; divisionismo a ultranza, corrupción y favoritismo; centralismo abrumador y casi nulas oportunidades de articular giras en el interior de, por lo menos, México; cada vez menos opciones para observar espectáculos de talla internacional, que funcionen como referentes de creación; encuentros con públicos empobrecidos cultural y moralmente debido a las múltiples crisis que perforan el país; falta de crítica y autocrítica en los contextos de acción; tradición no a la vista y difícil de rastrear. Hoy por hoy, un artista de la escena, en México, deberá fincar sus propias utopías dentro de este panorama.


Imagen en este artículo

Katja Amtoft, en Lice de luxe, de Amtoft, Karl Stets y Steffen Lundsgaard (Argentina, 2008). Foto: Eugenia Andrealli.